
Unas baterías programadas con sonido ochentoso disparan el disco. “Van a despertar al gordo”, dice Marilina Bertoldi más adelante, como una advertencia. ¿Quién es el gordo? ¿Capaz es ella? Suena a Clics modernos de Charly García hasta que aparecen unos teclados purpurinas a lo Tear for Fears. Marilina pide, respira, suplica, “cierren el orto, están locos, por favor no se limiten con los otros”. Grita, advierte de vuelta. Tzac Tzac, gatilla un efecto de ojos delineados con lápiz negro como el “Eyes Without a Face” de Billy Idol. ¿El gordo es el rock? Una guitarra Purple Rain aparece en uno de los pocos solos de guitarra de Para quién trabajas, después de que con toda la teatralidad en su voz diga: “No sé qué van a hacer con eso”.
En este disco, la Marilina de la guitarra eléctrica, la estrella de rock, no está. Hay menos de PJ Harvey y mucho de Aspen Classic. Y hay mucho, todo, de Marilina: compuso, tocó todos los instrumentos, hizo todos los beats, las programaciones, los samples, interpretó y fue, al fin, la productora. Lo logró, su máximo anhelo hasta ahora, tocó las perillas de su propio disco. Lo maquetó en su homestudio y luego fue a Los días perfectos, el estudio de Mariano Otero, que ofició de ingeniero y, según ella, de facilitador para sus ideas. Por primera vez se pudo sentar detrás de las consolas y proyectar lo que en su cabeza sonaba.
Cuando compuso Para quién trabajas, estaba en una donde no sabía qué carajo iba a pasar con el mundo. “Escupimos para arriba / No es lluvia esto es Argentina”, dice en “Autoestima”. El título que parece una pregunta, pero ella dice que en realidad es una afirmación, o una retórica: no tiene respuesta, es una situación que se repite, la de pensar por qué está pasando esto, qué estoy haciendo con mi vida, ¿lo hago para mí o para un otro, el algoritmo, lo impuesto? ¿Trabajo para mí o para el mercado? No hay respuesta correcta. Marilina dice, en una escucha el disco con periodistas, que lo compuso tomada por el sentido de impotencia y orfandad de la época, que quiso ofrecer su corazón para que haya una conexión entre todas las personas que están así de desorientadas, de perdidas, llenas de sentimientos horribles por momentos y otros luminosos, con obligatoria esperanza.
Antes canta: “No quieren más mi rocanrol, vuelvan atrás, el trap murió/ No quieren más mi rocanrol, mamen de a uno o de a dos”. Ella dice el mensaje, pero en el disco metamorfosea. ¿Es la actualidad política? ¿Es la sociedad? ¿Es el amor? No se la oye tan enojada, aunque escupe, aunque funkea la voz. Entre las baladas de amor, con la voz pitcheada para la pista de baile lenta y sudada, se cruzan algunas canciones más oscuras, más ochenteras, más de estilo.
Una radio vieja sintoniza. La Corte Suprema, los diputados. Los sintetizadores proponen un baile, rápido, a 160 bpm. Habla de encontrar la salida, concepto que repite a lo largo del disco. Marilina está preocupada por el momento en el que estamos, piensa en política, en la sociedad, tiene mucho temor, va de la cocina al comedor, porque qué otra cosa se puede hacer que escuchar Charly García como un oráculo. Como si el bicolor fuera una carta disponible para entender quiénes somos, qué vivimos, cómo se sobrevive. ¿Cómo se siguió antes, antes, cuando todo estaba oscuro de verdad? ¿Cómo se cantó, qué se dijo, cómo se bailó cuando el futuro y la felicidad eran una voz en fade out?
Todo está cruzado por esa búsqueda de respuesta a la congoja que parece haberle infundado la Argentina mileísta. Y ahí Marilina mete la mano en la tradición que brindan los 80: Sumo, Virus, Charly. ¿Es posible leer mejor el ahora si buscamos en la identidad nacional? La respuesta parece imposible. Ahí, en ese tarro, se escucha el “mejor no hablar de ciertas cosas”, homenajea a Luca Prodan en “Autoestima”, o en “Bajan de día de noche esperan” está ese sample hermoso de “1979” de The Smashing Pumpkins como un link, un guiño a su educación sentimental de rockera emo. De la nostalgia por el pasado, va al enojo, al exorcismo de las penas, y termina en el amor, indudablemente: “Abrir puertas que antes cerraba/ nada va a cambiar otra vez”, dice en “Amanecen ocasos”.
Pero también parece meter la mano en otra tradición, la de la maricoteca sudamericana que bien reina Javiera Mena o Álex Anwandter, donde no importa el dolor, la performance en la pista del baile da sentido de liberación, brinda alivio, aunque se cante sobre las penas y el dolor. Este disco se imagina en un vivo distinto al de la Marilina rockera. ¿Cómo hará? Se puede imaginar el glam, el exceso, la exuberancia en el sonido. La necesidad de creer en algo que esté vivo entre nosotros, sea compasión o amor.
Y en las últimas canciones es cuando se va poniendo más oscura. “Nadie me va a hacer eso otra vez. Nunca más”, recita al ritmo de un beat, con furia contenida, con un up tempo pesado, bien pesado en “Amanecen ocasos”, y se profundiza en “Monstruos”, un retrato del horror del cual es posible Buenos Aires, después de los lesbicidios de Barracas.
Habla de odio, habla de destrato, y de la sensación de resquebrajarse cuando todo alrededor está a punto de estallar, como el gordo. Y no, no es el presidente, el gordo somos nosotros y también es ella, confundida, descreída.
Pero como un paréntesis en la realidad, el disco empieza y termina con la voz aniñada de sus sobrinos. Al principio quieren jugar con los botones del teclado, al terminar dicen “no te preocupes, tía, estoy bien, te mando un abrazo”, como si todo lo que pasó en el medio es eso que tenemos que vivir. Un disco que tuvo que hacerse, que Marilina tuvo que crear, para sacarse de encima el desconcierto, para actuar. Es necesario de ella para decodificar el mensaje. Lo que se sabe: cambió de rumbo, buscó, y algo de ella salió para todos nosotros.
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