Este artículo forma parte del nuevo bookazine coleccionable de Rolling Stone Argentina sobre Los Piojos, ya disponible en kioscos.
Estoy desorientada, no tengo a dónde ir. Estoy muy asustada, me quieren perseguir y voy echando putas. Maldigo este lugar.
“Los piojos del submundo me quieren atrapar”, canta Fabiana Cantilo al frente de Los Perros Calientes en pleno corazón del barrio porteño de Belgrano. El escenario de Prix D’ami es una ventana a otro mundo para un grupo de pibes oriundos de Ciudad Jardín (El Palomar), todo un viaje de iniciación desde el oeste del conurbano bonaerense para esos chicos que bordean los 17 años y aún son presa fácil de las razias policiales, todavía vigentes en 1988. “Piojos del submundo” es una canción perdida del segundo disco solista de la Cantilo, un rockito bien marcado por la guitarra líder de Gabriel Carámbula, y también una plataforma de fascinación para Micky Rodríguez y Daniel “Piti” Fernández. En cuestión de días, los músicos adolescentes se convertirán en los flamantes plomos de Los Perros Calientes, casi una escuela de rock en tiempo real y el clic fundacional para una banda en ciernes.
Es posible detener el mundo en un radio de pocas calles. Tres elementos provocaron el Big Bang de Los Piojos: un barrio suburbano fundado por un alemán visionario con la idea fija de crear la primera “ciudad jardín”, la escuela secundaria como la sede de todos los intercambios y una plaza, del mismo barrio, donde un avión de verdad parece tomar vuelo cada vez que alguien lo observa. Mirar todos los días al imponente Fiat G-46 en la Plaza de los Aviadores al salir del colegio Bernardino Rivadavia agitó y proyectó la imaginación de Micky Rodríguez, Daniel Buira y Piti Fernández, que junto a Diego Chávez (primer cantante), Rosana Obeaga y Juan Villagra tanteaban el paño del rock con versiones inverosímiles de los Rolling Stones. Todo muy precario y con ingresos y renuncias permanentes. La incorporación del guitarrista Pablo Guerra ayudó a mejorar el nivel del grupo sumado a los teclados de Lisa Di Cione.
“Cuando entré a Los Piojos la banda era Micky, Piti, Diego Chávez y Juan Villagra (hacen dos shows con él). Yo voy al segundo que tocaban y eran unos atorrantes. De repente Juan quiso hacer heavy metal y entré yo. Después viene Ciro, que era amigo mío y tocaba la armónica. Así debuta en Los Piojos: no como cantante sino como armoniquista en un show con Fabiana Cantilo y Los Perros Calientes frente al club SITAS”, dice Pablo Guerra en la biografía de Los Piojos Del submundo a la gloria, de Leonel Tueso.
La armónica de Andrés Ciro Martínez escondía otras habilidades: buena voz, destreza teatral y el carisma de macho alfa lo elevaron al lugar de líder mientras el grupo empezaba el largo peregrinar por el circuito de bares porteños con foco en el barrio de San Telmo. Ciro mezclaba la cintura de Mick Jagger con el control escénico de Luca Prodan, influencias ineludibles de los tiempos formativos. Aún sin disco editado, la banda nueva despertó la atención de celebridades como el Indio Solari, Skay Beilinson y la Negra Poli, frecuentes habitués de los tugurios por donde la escena under peleaba por un espacio de difusión. En 1989, un voto del Indio en el rubro “banda nueva” para la ya clásica encuesta anual del Sí de Clarín valía mucho más que una elogiosa reseña periodística.
Skay y Poli llegaron aún más lejos, le hablaron de la banda a un viejo amigo de los años hippies cuando La Cofradía de la Flor Solar iniciaba su viaje místico. Osvaldo González tenía la pasta de mánager criado en la autogestión y una fuerte militancia social, miembro fundador de la CORREPI (la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional). Todo un agitador cultural que influenció a la banda con lecturas y nuevas metas a superar. Su aporte al grupo es clave entre 1990 y 1994, fue el gestor del gran paso hacia el disco debut en tiempos en que grabar un disco significaba un milagro de la providencia.
Antes de llegar al estudio de grabación, González organizó el viaje a Francia para que Los Piojos participaran del Festival de Música Antirracista de Países del Tercer Mundo. Con sede en París, el encuentro instaló otra burbuja impensada para una formación nueva y aún sin un disco en la calle. Compartir escenario con los FFF (Federación Francesa de Funk), entre otros grupos europeos y africanos, significó un salto a un territorio dominado por métricas y ritmos ajenos, estallido que Daniel Buira luego aplicaría a la matriz percusiva del grupo. “El viaje a Francia surge a través de contactos que tengo con argentinos en París, que están en la ciudad de Bondy, que son emigrantes políticos. Y a raíz de varias charlas con estos amigos sale este festival y me dicen que lleve alguna banda de argentinos y llevé a Los Piojos”, dice González en el libro de Tueso. Los pasajes corrieron por cuenta de los músicos subsidiados por sus padres.
La aventura francesa dejó muchas enseñanzas y también algunas cicatrices. Era imposible no dejarse arrastrar por la ambición que domina a todo grupo con miras de crecimiento sostenido. Casi como un doble comando, el rol decisorio quedó en manos del cantante secundado por el mánager. “Ese viaje fue fundamental. Andrés fue un visionario y se dio cuenta de que las guitarras no iban. ‘Pasa algo con las guitarras, hay que hacer algo’, me dijo debajo de un puente y yo me re asusté porque era como un mensaje: o se ponían las pilas o había que hacer algo porque eran un bardo, no tocaban, ponían todo lo que tenían pero no pasaba nada”, dice el baterista en una de las tantas revelaciones del libro Del submundo a la gloria. Una votación interna determinó la salida de Pablo Guerra, el guitarrista luego se incorporaría a Los Caballeros de la Quema. Su lugar, previo casting, fue ocupado por Gustavo Kupinski, un guitarrista formado en la impronta tanguera y el rock clásico. El cambio se notó de entrada y en muy poco tiempo Tavo aportó otra sustancia a la construcción sonora de Los Piojos.
Chac tu chac (1992), el anhelado disco debut, aún suena a arcilla fresca, grito redentor y marca generacional. Es cierto que los teclados de Lisa Di Cione están un tanto escondidos, pero son las guitarras en tensión de Tavo y Piti las que conducen el viaje por la vida suburbana en plena era menemista. Deterioro social, adolescencia perdida y no future criollo dialogan con la tradición de nuestro rock (Pappo, Charly García, Sumo, Los Redondos). Hay influencias innegables (la vibra Stone) y claras marcas de identidad (el barrio como cielo protector) son las que asoman en la presentación en sociedad de Los Piojos. Ciro convence y seduce en la apropiación del tango “Yira yira”, oportuna actualización del decálogo inoxidable contra todos los males del mundo, una obra cumbre del cancionero popular escrita en 1929 por el gran Enrique Santos Discépolo. A pesar de una producción precaria, Chac tu chac brilla gracias a las composiciones y el ensamble que logra la banda en momentos de dramatismo (“Llevátelo”), ensoñación sensual (“Tan solo”) o en los tiros de gracia (“Los mocosos”, “Cruel”).
“Las letras de los temas siempre surgieron de vivencias, de cosas que nos pasaban en el día a día, según el momento en que estábamos. O por ahí, a veces escuchando un tema de Lou Reed, como no entendía la letra, me disparaba imágenes. Quizá agarraba alguna palabra y de eso armaba una historia. Cuando escribí “Los mocosos” había escuchado el tema ‘Dirty Boulevard’, y esa canción me cerró para algo que hacía rato que quería escribir y no encontraba la forma”, dice Ciro sobre ‘Los Mocosos’ en una entrevista concedida a Rolling Stone en noviembre de 2023. “Yo me tomaba el tren San Martín, desde El Palomar a la Capital, y bajaba en Retiro. Y ahí cruzaba la Plaza de los Ingleses y veía a los pibes pidiendo. Tenía esas imágenes del Big Ben argentino mezclada con la marginalidad y todas esas cosas que quería describir, y de repente, escuchando a Lou Reed con auriculares, que cantaba eso de ‘I wanna fly, fly, fly away’, se me aparecieron esos pibes que veía con la bolsita de Poxi-ran. Como que la música me llevó a cerrar toda esa historia y le encontré el marco musical que necesitaba”.
La vereda de calle Cochabamba casi esquina Defensa, en la república bohemia de San Telmo, fue el lugar de encuentro de los primeros rituales piojosos. En la puerta de Arpegios, un teatro con pinta de sótano, chicos y chicas llegados desde El Palomar, Florencio Varela y alguna otra barriada suburbana quedaban unidos en algo parecido a una ceremonia privada con música de fondo. Casi todos se conocían. Allí aparecieron las primeras banderas que delataban la procedencia de los que sostenían esos estandartes de identificación. En una época de vacío ideológico y superficialidad neoliberal, la representación de lo auténtico se transformó en una necesidad juvenil y los recitales en la consumación de un deseo de libertad y fiesta compartida. El lugar también fue la patria chica de La Renga, Las Pelotas, Los Visitantes y Memphis La Blusera, entre muchos otros nombres, cuando el rock más visceral era cosa de pocos. Arpegios no era el único espacio, Cemento y El Parakultural compartían cercanía, pero por sus dimensiones el teatro subterráneo propiciaba que bandas como Los Piojos se volvieran locales, tocando con cierta frecuencia. La luna de miel en Arpegios, transpirada y asfixiante, fue el reflejo de un trabajo de hormiga que fecha a fecha sumaba seguidores. Incluía pogo sobre el escenario, garra y mucha perseverancia hasta convertir el lugar en una sala de espera frente a los shows de estadios cerrados durante la exitosa temporada de 1996.
A medida que el grupo crecía en aceptación, las tormentas internas no cesaban. A poco de la edición de Chac tu chac, Lisa Di Cione dejó la banda. “Con Andrés siempre tuve problemas. En los ensayos sobre todo, porque como él había estudiado algo de bajo y más o menos entendía algo de guitarra, decía cosas sobre cómo se tenía que tocar. Pero el piano tenía otra disposición y él no sabía de piano, entonces chocábamos. Era un tipo destructivo y quería sobresalir. Te decía ‘no me gusta’ y listo. Y eso que no es una persona que te vuele la cabeza musicalmente”, dice la tecladista en el libro de Leonel Tueso. “Después de que me echaron, pasaron los años y al principio estuve bajoneada, no lo puedo negar. Era una sensación rara como de alivio y bajón al mismo tiempo. Es que a partir del día siguiente no tenía nada: la banda era mi vida, ellos mis amigos, perdí también el entorno, que obviamente optaron por seguir con el grupo. Así que puse todas mis energías en el conservatorio”.
Más allá de los reclamos y lamentos de Lisa, la banda se consolida en la formación del quinteto clásico y es la que en 1994 registra el segundo disco de Los Piojos. Es muy clara la intención del cantante, cada vez más pendiente de la ingeniería total de la banda. Hasta el cambio de mánager será otra jugada en tono expansivo, Andrés Ciro Martínez sabía que los grandes nombres del rock nunca funcionaron como clubes de amigos. La aceptación crece y todo parece encaminarse hacia el salto definitivo a través del sucesor de Chac tu chac.

“Tratamos de hacer música sin tomar una postura de rockers anglosajones, pero tampoco queriendo vender una imagen de nacionalistas. Digamos que lo nuestro es un rocanrrol que no niega las influencias nacionales. Tocamos lo que vivimos, y vivimos acá, pero también escuchamos a los Rolling Stones”, le confesaba por esos días Ciro al suplemento No, de Página/12.
La producción de Alfredo Toth, legendario bajista de Los Gatos, agrega un plus en la dirección musical y un toque expansivo en la parte rítmica. La base de Micky Rodríguez y Daniel Buira gana en matices y contundencia, y nuevamente las guitarras dominan el frente de ataque para que Ciro explore todas las posibilidades del cantor envalentonado y poeta de filo tanguero. Aparece la música rioplatense, afinada en la influencia de Jaime Roos y la modernización de un legado oriental (candombe, murga y rocanrol). Es el oído de Buira quien mejor registró el eco de los tambores y el abanico de posibilidades que ampliaron el campo compositivo del grupo, otra marca de identidad de los tiempos iniciáticos.
De nuevo el eco onomatopéyico engloba la idea madre del título: Ay ay ay (1994) es un grito de batalla y un llanto contenido, un homenaje a Diego Maradona expulsado oscuramente del Mundial de Fútbol de Estados Unidos. También se escucha la tirantez entre la prolijidad del productor y la terquedad de Ciro en poner un poco más de mugre en los canales que cuida celosamente el ingeniero de sonido Adrián Bilbao. La tensión nunca opaca el resultado, el disco rojo de Los Piojos es la vívida representación de una banda con hambre de campeonatos. El gatillo fácil (“Pistolas”), los trabajos que no convencen a nadie (“Fumigator”) y la muerte acechando en el ámbito familiar (“Muy despacito”) forman el ideario de un cotidiano impiadoso. Guitarras al frente y épica en la desolación, la suma de “Arco” y “Te diría” expone las nuevas lecturas de un rock más urbano que barrial. La cadencia alterlatina de la canción que da título al álbum y el fulgor acústico de “Ando ganas” son otros enlaces brillantes de una obra imprescindible para entender el período dorado de Los Piojos.
“El primer disco se puede decir que lo produje yo, pero Ay, ay, ay fue el primero con un productor de afuera de la banda, Alfredo Toth. Él hizo que nuestros temas sonaran más pulidos, y canciones como ‘Ay, ay, ay’, que duraban como ocho minutos, se redujeron a la mitad. Nos sorprendió que nos hiciera ensayar más, cuando para nosotros ya estaban listas. Siempre me quedó la duda un poquito de cómo habrían quedado si las hubiésemos grabado como realmente eran, porque hubo largas discusiones. Discutía mucho con Alfredo y con Adrián [Bilbao], porque ellos eran muy prolijos y yo apuntaba a que no fuera tan prolijo, no me interesaba”, dice Ciro.
En un período de pocos meses, Los Piojos pasan de Arpegios u otros escenarios con capacidad limitada a llenar Obras Sanitarias. Suenan en todas las radios y hasta MTV empieza a difundir sus videos. ¿Quiénes son estos desconocidos? El secreto a voces del oeste agitado abandona el rango de promesa para convertirse en un fenómeno masivo tan instantáneo como sus hits que hasta se pueden bailar en fiestas de casamiento y Bat Mitzvah. Tercer arco (1996) superó todas las previsiones, un disco independiente con un presupuesto mínimo alcanzaba la cifra de doble platino. A pesar de algunas diferencias en el corte final del segundo disco, la banda volvió a apostar por Alfredo Toth en la producción.
“No hubo planteo de disco conceptual, fuimos encauzando las distintas influencias y casi todos los temas nacieron de zapadas. Es cierto que es un disco más compacto. Pero cada tema tiene muy distintos orígenes. ‘Shup-shup’ lo veníamos tocando desde antes de grabar el disco anterior. ‘Gris’ es un tango de hace tres años, teníamos parte de la letra y la base pero nunca lo habíamos terminado. ‘Farolito’ también es muy viejo y no tenía letra. ‘Maradó’ lo veníamos haciendo desde hacía mucho tiempo. Lo que salió nuevo fue ‘Al atardecer’, que se terminó sobre el pucho de la grabación del disco. Y ‘Verano del 92’ es un tema viejo que lo tocábamos en vivo con batería de murga y salió la idea de hacerlo con la batucada. Todo salió de un modo natural. Decidimos hacer un disco bueno con polenta y el resto te lo dan los temas”, dice Ciro en una entrevista publicada en el diario El Día de La Plata, en la previa del primer estadio Atenas, el viernes 11 de octubre de 1996.
La historia de Tercer arco parece una novela conocida, la excesiva rotación radial transformó a “El farolito” y “Verano del 92” en moles pesadas incapaces de soportar una nueva escucha. “Los dejamos de tocar porque sinceramente estábamos hartos de oírlos en todos lados”, dijo Ciro en una entrevista de 2005 para la revista Hecho en Bs. As. El tiempo trascurrido devolvió algo de atemporalidad a los hits y también las innegables virtudes del disco amarillo. Quizá la fiesta desatada en cada recital a partir de Tercer arco, los himnos futboleros de la hinchada piojosa y el deseo de seguir a la banda en un peregrinar capusottesco dejaron a la obra en segundo plano. “Al atardecer”, en cambio, permaneció intacta como un objeto psicodélico bien de acá. El bandoneón de Tavo (“Gris”), La Chilinga -dirigida por Dani Buira– como orquesta inclusiva del ritmo (“Verano del 92”) y la mejor canción dedicada a Diego -obviemos la intro- revelan hitos para cerrar la trilogía esencial de Los Piojos. Un momento único del rock argentino del 90, laborioso camino para abrazar a una grey que estaba esperando un chip nuevo con la necesidad de reconocerse en esos tipos que están sobre un escenario.
“Yo era muy fana de él y con mi viejo lo veíamos siempre. Para mí era dueño de una magia única que, fuera como fuera el partido, si estaba él, podía pasar cualquier cosa. Empecé a escribir ‘Maradó’ cuando lo detienen en el departamento de Caballito y lo terminé de armar cuando lo dejaron afuera de la Copa del Mundo de 1994 de Estados Unidos. Un poco pensando en toda esa cosa política frente a la magia de la pelota, lo contrasté con toda esa mentira del neoliberalismo, de Menem, de la joda loca, de eso que decía que íbamos a ser el Primer Mundo. Quería hablar de Maradona y la contrafigura de él, como ídolo, genio y representante de algo puro del juego del manejo de una pelota y la revancha de él contra los ingleses, contra el norte italiano y como estandarte de los que no tienen jeta. Yo vivía con mucho pesar todo ese discurso menemista, del éxito y de la farandulización. Me parecía nefasto, porque el pueblo se estaba cagando de hambre. Diego se pudo equivocar en un montón de cosas, de tan espontáneo que era. Pero él no se bancaba la careteada y representó siempre a los más carenciados. Por eso para todos nosotros Maradona siempre será mucho más que el mejor jugador de fútbol”, cuenta Ciro en Rolling Stone.
Casi todas las canciones incluidas en Tercer arco se convirtieron en hits de alto impacto, pero solo una tuvo vida propia. Antes de llegar al disco, Pocho Rocca, flamante mánager de la banda, se la llevó a Diego, en una versión demo contenida en un casete. “Queríamos saber qué le parecía, porque si él nos decía que no le gustaba, no la íbamos a tocar y mucho menos grabar. Pero por suerte le gustó”, le contó Andrés a Página/12. Luego la amplia difusión radial hizo el resto, el vínculo creció hasta que en 1999 el mejor jugador de la historia subió durante dos noches al escenario de Obras Sanitarias en uno de los momentos más emotivos en la historia de la banda.
De forma inesperada, Tercer arco colocó a la banda en un lugar de exposición inusual. Imposible no acusar recibo y seguir adelante sin alterar la dinámica grupal. La historia conocida siguió en ascenso y en poco tiempo colmó estadios y sumó nuevas legiones de seguidores. Internamente, el éxito obtenido dejó algunos contusos, pero las vivencias de aquella temporada de 1996 es un momento irrepetible en la historia de Los Piojos que con su trilogía inicial marcaron al rock argentino de la otra década infame.
“En un sentido, el fenómeno te excede cuando alguien que no conocés lleva la remera de tu banda, te excede cuando alguien empieza a seguirte y no es por amistad. No sé si somos conscientes, a la vez todo depende de historias que también nos exceden. Podemos seguir haciendo todo bárbaro y un día la gente no quiere ver más a Los Piojos. Podés cambiar tu estilo para no aburrir y que la gente se sienta defraudada. Todo es absolutamente incierto. Lo único que podemos hacer es tratar de trabajar, mantenerte sincero, sentirte bien con vos mismo y punto. No hay ninguna fórmula. Si existió alguna fue para subir rápido y nosotros nunca la tuvimos. Mañana me puede salir un tema bárbaro y la gente por siempre va a preferir ‘Tan solo’”, dice Andrés Ciro en 1996, todavía sorprendido por el fenómeno y cauto ante un destino próximo repleto de rituales masivos.
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